Mariely era delgada, con la altura precisa, su cabello era pura noche, dotado de un brillo especial cuando el sol lo tocaba. El rostro destacaba en aquella conjunción casi perfecta, con unos rasgos serenos, armoniosos, como si fuera una pequeña diosa, y diosa era de su entorno, de su casa, del Centro donde estudiaba. Se entregaba a los demás con tanto cariño, que era imposible no revolotear alrededor de ella, atento a sus más mínimos deseos.
Solo había dos ínfimos detalles, era una estudiante mediocre, para desesperación de sus padres y coleccionaba novios, sobre todo, los de sus amigas. Si fuera un personaje de una telenovela, no había duda que la llamarían “la robanovios”.
Así, las compañeras comenzaron a esconder sus conquistas, temerosas que se les cruzara en el camino, pero era un esfuerzo inútil.
El proceso era simple, pero no por ello menos efectivo. Sus buenas amigas la hacían partícipe de su felicidad presentándole al futuro marido. Ellos quedaban sencillamente impresionados. Después de varios minutos de charla, pasaban a integrar parte de su círculo de amistades, que era tan amplio, que de conocerse, sin duda suscitaría la envidia de numerosos políticos o ávidos promotores comerciales. Posteriormente se los encontraba casualmente o simplemente se dejaba caer por los lugares comunes y de ahí surgían otros encuentros, también fortuitos y una complicidad un tanto extraña, pero tratándose de Mariely parecía lo más natural del mundo.
El muchacho andaba desconcertado varios días o semanas. El lenguaje entre las palabras y las profundas miradas era contradictorio. Podrías palpar la felicidad unos escasos momentos, antes de ser devorado por su belleza helada. Por fin el infeliz enamorado se atrevía a pedirle una cita y le confiaba sus sentimientos. Aquello conducía irremediablemente al final de la relación. Había pasado la expectación de aquel juego secreto y peligroso. Era el momento de devolverlo a su novia original antes de que el pequeño escándalo saliera de los límites permitidos y porque de todo aquel lío, salía fortalecida, al fin y al cabo, se anotaba una nueva conquista y sobre todo demostraba la suficiente bondad como para renunciar a aquel amor por su “amiga del alma”.